domingo, 8 de noviembre de 2009
Los Ladrones del Tiempo
La idea principal de Momo puede ser visto como una crítica al consumismo. Muestra el peligro de verse seducido por los intereses ocultos de empresas que cuentan con el suficiente poder como para influir en el estilo de vida de la gente. En el mismo sentido es también una profunda crítica al modelo racional de concebir el tiempo, un modelo economicista que olvida esos pequeños momentos y sensaciones que sin tener valor económico y por tanto puedan parecer superfluas, son realmente importantes en la vida humana que siempre tiene una vertiente espiritual.
Puedes descargar este libro haciendo click aqui
"... EXISTE una cosa muy misteriosa, pero muy cotidiana. Todo el mundo participa de ella, todo el mundo la conoce, pero muy pocos se paran a pensar en ella. Casi todos se limitan a tomarla como viene, sin hacer preguntas. Esta cosa es el tiempo.
Hay calendarios y relojes para medirlo, pero eso significa poco, porque todos sabemos que, a veces, una hora puede parecernos una eternidad, y otra, en cambio, pasa en un instante; depende de lo que hagamos durante esa hora.
Porque el tiempo es vida. Y la vida reside en el corazón.
Y nadie lo sabía tan bien, precisamente, como los hombres grises. Nadie sabía apreciar tan bien el valor de una hora, de un minuto, de un segundo de vida, incluso, como ellos. Claro que lo apreciaban a su manera, como las sanguijuelas aprecian la sangre, y así actuaban.
Ellos se habían hecho sus planes con el tiempo de los hombres. Eran planes trazados muy cuidadosamente y con gran previsión. Lo más importante era que nadie prestara atención a sus actividades. Se habían incrustado en la vida de la gran ciudad y de sus habitantes sin llamar la atención. Paso a paso, sin que nadie se diera cuenta, continuaban su invasión y tomaban posesión de los hombres.
Conocían a cualquiera que parecía apto para sus planes mucho antes de que éste se diera cuenta. No hacían más que esperar el momento adecuado para atraparle. Aunque hicieran todo lo posible para que ese momento llegara pronto.
Tomemos, por ejemplo, al señor Fusi, el barbero. Es cierto que no se trataba de un peluquero famoso, pero era apreciado en su barrio. No era ni pobre ni rico. Su tienda, situada en el centro de la ciudad, era pequeña, y ocupaba a un aprendiz.
Un día, el señor Fusi estaba a la puerta de su establecimiento y esperaba a la clientela. El aprendiz libraba aquel día, y el señor Fusi estaba solo. Miraba cómo la lluvia caía sobre la calle, pues era un día gris, y también en el espíritu del señor Fusi hacía un día plomizo.
«Mi vida va pasando», pensaba, «entre el chasquido de las tijeras, el parloteo y la espuma de jabón. ¿Qué estoy haciendo de mi vida? El día que me muera será como, si nunca hubiera existido».
A todo eso no hay que creer que el señor Fusi tuviera algo que oponer a una charla. Todo lo contrario: le encantaba explicar a los clientes, con toda amplitud, sus opiniones, y oír lo que ellos pensaban de ellas. Tampoco le molestaba en absoluto el chasquido de las tijeras o la espuma de jabón. Su trabajo le gustaba mucho y sabía que lo hacía bien. Especialmente su habilidad en afeitar a contrapelo bajo la barbilla era difícil de superar. Pero hay momentos en que uno se olvida de todo eso. Le pasa a todo el mundo.
«¡Toda mi vida es un error!», pensaba el señor Fusi. «¿Qué se ha hecho de mí? Un insignificante barbero, eso es todo lo que he conseguido ser. Pero si pudiera vivir de verdad sería otra cosa distinta.»
Claro que el señor Fusi no tenía la menor idea de cómo habría de ser eso de vivir de verdad. Sólo se imaginaba algo importante, algo muy lujoso, tal como veía en las revistas.
«Pero», pensaba con pesimismo, «mi trabajo no me
deja tiempo para ello. Porque para vivir de verdad hay que tener tiempo. Hay que ser libre. Pero yo seguiré toda mi vida preso del chasquido de las tijeras, el parloteo y la espuma de jabón».
En ese momento se acercó un coche lujoso, gris, que se detuvo exactamente delante de la barbería del señor Fusi. Se apeó de él un señor gris, que entró en el establecimiento. Puso su cartera gris en la mesa, delante del espejo, colgó su bombín del perchero y, sentándose en el sillón, sacó del bolsillo un cuaderno de notas que comenzó a hojear, mientras fumaba su pequeño cigarro gris.
El señor Fusi cerró la puerta de la barbería porque le pareció que, de repente, hacía mucho frío allí.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó trastornado. ¿Afeitar o cortar el pelo? —y en el mismo instante se maldijo por su falta de tacto, pues el señor cliente poseía una calva reluciente.
—Ni lo uno ni lo otro —dijo el hombre gris, sin sonreír, con una voz átona, que podríamos llamar gris ceniza—. Vengo de la caja de ahorros de tiempo. Soy el agente n.° XYQ/384/b. Sabemos que quiere abrir una cuenta de ahorros en nuestra entidad.
—Eso me resulta nuevo —contestó el señor Fusi, más desconcertado todavía—. Si he de serle franco, no sabía siquiera que existiera una institución así.
—Pues bien, ahora lo sabe —respondió, tajante, el agente. Volvió algunas hojas de su cuaderno y prosiguió—. Usted es el señor Fusi, el barbero, ¿no es así?
—Pues sí, ése soy yo —contestó el señor Fusi.
—Entonces no me he equivocado de dirección —dijo el hombre gris mientras cerraba su cuaderno de notas—. Es usted candidato de nuestra institución.
—¿Cómo, cómo? —preguntó el señor Fusi, sorprendido todavía.
—Verá usted, querido señor Fusi —dijo el agente—, se gasta usted la vida entre el chasquido de las tijeras, el parloteo y la espuma de jabón. Cuando usted se muera, será como si nunca hubiera existido. Si tuviera tiempo para vivir de verdad, sería otra cosa. Todo lo que necesita es tiempo. ¿Tengo razón?
—En eso, precisamente, estaba pensando —murmuró el señor Fusi, con un escalofrío, porque a pesar de haber cerrado la puerta, cada vez hacía más frío.
—¡Lo ve! —repuso el hombre gris, chupando con satisfacción su pequeño cigarro—. Pero, ¿de dónde sacar el tiempo? Hay que ahorrarlo. Usted, señor Fusi, gasta el tiempo de un modo totalmente irresponsable. Se lo demostraré con una pequeña cuenta. Un minuto tiene sesenta segundos. Y una hora tiene sesenta minutos. ¿Me sigue?
—Claro —dijo el señor Fusi.
El agente n.° XYQ/384/b comenzó a escribir las cifras, con un lápiz gris, en el espejo.
—Sesenta por sesenta son tres mil seiscientos. De modo que una hora tiene tres mil seiscientos segundos. Un día tiene veinticuatro horas, es decir, tres mil seiscientos por veinticuatro, lo que da ochenta y seis mil cuatrocientos segundos por día. Un año tiene, como sabe todo el mundo, trescientos sesenta y cinco días. Lo que nos da treinta y un millones quinientos treinta y seis mil segundos por año. O trescientos quince millones trescientos sesenta mil segundos en diez años. ¿En cuánto estima usted, señor Fusi, la duración de su vida?
—Bueno —tartamudeó el señor Fusi, trastornado, espero llegar a los setenta u ochenta años.
—Está bien —prosiguió el hombre gris—, por precaución contaremos con setenta años. Eso sería, pues, trescientos quince millones trescientos sesenta mil por siete. Lo que da dos mil doscientos siete millones quinientos veinte mil segundos.
Y escribió esa cifra con grandes números en el espejo:
2 207 520 000 segundos.
Después la subrayó varias veces y declaró:
—Esta es, pues, señor Fusi, la fortuna de que dispone.
El señor Fusi tragó saliva y se pasó la mano por la frente, La cifra le daba mareos. Nunca había pensado que fuera tan rico.
—Sí —dijo el agente, asintiendo con la cabeza, mientras volvía a aspirar su pequeño cigarro gris—, es una cifra impresionante, ¿verdad? Pero todavía hemos de continuar. ¿Cuántos años tiene usted, señor Fusi?
—Cuarenta y dos —farfulló éste, mientras de repente se sentía tan culpable como si hubiera cometido un desfalco.
—¿Cuántas horas suele dormir, de promedio, cada noche? —siguió inquiriendo el hombre gris.
—Unas ocho horas —confesó el señor Fusi.
El agente calculó a la velocidad del rayo. El lápiz volaba con tal rapidez sobre el espejo, que al señor Fusi se le erizaba el cabello.
—Cuarenta y dos años —ocho horas diarias—, eso da cuatrocientos cuarenta y un millones quinientos cuatro mil. Esa suma podemos darla ya por perdida. ¿Cuánto tiempo tiene que sacrificar diariamente para el trabajo, señor Fusi?
—Ocho horas, más o menos, también —reconoció el señor Fusi con humildad.
—Entonces hemos de asentar una vez más la misma suma en el saldo negativo —prosiguió el agente, inflexible—. Pero resulta que también se le gasta algún tiempo debido a la necesidad de alimentarse. ¿Cuánto tiempo necesita, en total, para todas las comidas del día?
—No lo sé exactamente —dijo el señor Fusi, miedoso—, ¿dos horas, quizá?
—Eso me parece demasiado poco —dijo el agente—, pero admitámoslo. Eso da, en cuarenta y dos años, el importe de ciento diez millones trescientos setenta y seis mil. Prosigamos. Vive usted solo con su anciana madre, según sabemos. Cada día le dedica a la buena señora una hora entera, lo que significa que se sienta con ella y le habla, a pesar de que está tan sorda que apenas puede oírle. Eso es tiempo perdido: da cincuenta y cinco millones ciento ochenta y ocho mil. Además, tiene usted, sin ninguna necesidad, un periquito, cuyo cuidado le cuesta, diariamente, un cuarto de hora, lo que, al cambio, da trece millones setecientos noventa y seis mil.
—Pero... —intervino, suplicante, el señor Fusi.
—¡No me interrumpa! —gruñó el agente, que contaba más de prisa cada vez—. Como su madre está impedida, usted, señor Fusi, tiene que hacer parte de las tareas de la casa. Tiene que ir a hacer la compra, lustrar los zapatos y otras cosas molestas. ¿Cuánto tiempo le lleva eso diariamente?
—Acaso una hora, pero...
—Eso da otros cincuenta y cinco millones ciento ochenta y ocho mil, que pierde. Sabemos, además, que va una vez a la semana al cine, que una vez a la semana canta en un orfeón, que tiene un grupo de amigos, con los que se reúne dos veces por semana y que a veces incluso lee un libro. En resumen, que mata usted el tiempo con actividades inútiles, y eso durante unas tres horas diarias, lo que da ciento sesenta y cinco millones quinientos sesenta y cuatro mil. ¿No se encuentra bien, señor Fusi?
—No —contestó el señor Fusi—, perdone, por favor...
—En seguida acabamos —dijo el hombre gris—. Pero tenemos que hablar todavía de un capítulo especial de su vida. Porque tiene usted un pequeño secreto... Usted ya sabe...
Al señor Fusi comenzaron a castañetearle los dientes de tanto frío que tenía.
—¿Eso también lo sabe? —murmuró, agotado—. Creía que, aparte de mí y la señorita Daria...
—En nuestro mundo moderno —le interrumpió el agente n.° XYQ/384/b—, no hay sitio para secretitos. Vea usted las cosas con realismo, señor Fusi. Contésteme a pregunta: ¿quiere usted casarse con la señorita Daria?
—No —dijo el señor Fusi—, eso no va...
—Precisamente —prosiguió el hombre gris—, porque la señorita Daria estará toda su vida encadenada a la silla de ruedas, porque tiene paralizadas las piernas. A pesar de eso, usted va a verla cada día, durante media hora, para llevarle una flor. ¿A qué viene eso?
—Se alegra tanto siempre —contestó el señor Fusi, a punto de llorar.
—Pero visto fríamente —repuso el agente—, es tiempo perdido para usted. Exactamente veintisiete millones quinientos noventa y cuatro mil segundos, hasta ahora. Y si a ello añadimos que tiene usted la costumbre de sentarse, cada noche, antes de acostarse, junto a la ventana, durante un cuarto de hora, para reflexionar sobre el día transcurrido, podemos restar, una vez más, la suma de trece millones setecientos noventa y siete mil. Veamos ahora lo que queda, señor Fusi.
En el espejo había ahora la siguiente suma:
sueño 441 504 000 segundos
trabajo 441 504 000 »
alimentación 110 376 000 »
madre 55 188 000 »
periquito 13 797 000 »
compra, etc. 55 188 000 »
amigos, orfeón, etc. 165 564 000 »
secreto 27 594 000 »
ventana 13 797 000 »
total 1 324 512 000 segundos
—Esta suma —dijo el hombre gris, mientras golpeaba varias veces el espejo con su lápiz, con tal fuerza, que sonaba como tiros de revólver—, esta suma es, pues, el tiempo que ha perdido hasta ahora, señor Fusi. ¿Qué le parece?
Al señor Fusi no le parecía nada. Se sentó en una silla, en un rincón, y se secó la frente con el pañuelo, porque a pesar del frío estaba sudando.
El hombre gris asintió, serio.
—Sí, se está dando exacta cuenta —dijo—. Ya es más de la mitad de su fortuna inicial, señor Fusi. Pero ahora vamos a ver qué le ha quedado de sus cuarenta y dos años. Un año son treinta y un millones quinientos treinta y seis mil segundos, como sabe. Y eso, multiplicado por cuarenta y dos da mil trescientos veinticuatro millones quinientos doce mil. Escribió esa cifra debajo del tiempo perdido:
1 324 512 000 segundos
—1 324 512 000 segundos
0 000 000 000 segundos.
Se guardó el lápiz e hizo una larga pausa para que la vista de la larga serie de ceros hiciera su efecto sobre el señor Fusi.
«Este es, pues», pensaba el, señor Fusi, anonadado, el balance de toda mi vida hasta ahora. »
Estaba tan impresionado por la cuenta, que cuadraba con tal precisión que lo aceptó todo sin contradicción. Y la cuenta en sí era correcta. Este era uno de los trucos con los que los hombres grises estafaban a los hombres en mil ocasiones.
—¿No cree usted —retomó la palabra, en tono suave, el agente n.° XYQ/384/b —, que no puede seguir con este despilfarro? ¿No sería hora, señor Fusi, de empezar a ahorrar?
El señor Fusi asintió, mudo, con los labios morados de frío.
—Si, por ejemplo —proseguía la voz cenicienta del agente junto al oído del señor Fusi—, hubiera empezado a ahorrar una hora diaria hace veinte años, tendría ahora un saldo de veintiséis millones doscientos ochenta mil segundos. De ahorrar diariamente dos horas, el saldo, claro está, sería doble, es decir, cincuenta y dos millones quinientos sesenta mil. Y, por favor, señor Fusi, ¿qué son dos miserables horitas a la vista de esta suma?
—¡Nada! —exclamó el señor Fusi—. ¡Una pequeñez!
—Me alegra que se dé usted cuenta — prosiguió el agente—. Y si calculamos lo que habría ahorrado, en las mismas condiciones, en veinte años más, nos daría la señorial cifra de ciento cinco millones ciento veinte mil segundos. Todo este capital estaría a su libre disposición al alcanzar los sesenta y dos años.
—¡Magnífico! —farfulló el señor Fusi, poniendo ojos como platos.
—Espere —prosiguió el hombre gris—, que todavía hay más. Nosotros, los de la caja de ahorros de tiempo, no nos limitamos a guardarle el tiempo que usted ha ahorrado, sino que le pagamos intereses. Lo que significa que, en realidad, tendría usted mucho más.
—¿Cuánto más? —preguntó el señor Fusi, sin aliento.
—Eso dependerá de usted —aclaró el agente—, según la cantidad que ahorrara y el plazo en que dejara fijos sus ahorros.
—¿Plazo fijo? —se informó el señor Fusi—. ¿Qué significa eso?
—Es muy sencillo —dijo el hombre gris—. Si usted no nos exige la devolución del tiempo ahorrado antes de cinco años, nosotros se lo doblamos. Su fortuna, pues, se dobla cada cinco años, ¿entiende? A los diez años sería cuatro veces la suma original, a los quince años ocho veces y así sucesivamente. Si hubiera empezado a ahorrar sólo dos horas diarias hace veinte años, a los sesenta y dos años, es decir, después de un total de cuarenta años, dispondría del tiempo ahorrado hasta entonces por usted multiplicado por doscientos cincuenta y seis. Serían veintiséis mil novecientos diez millones setecientos veinte mil.
Tomó una vez más su lápiz gris y escribió también esa cifra en el espejo:
26 910 720 000 segundos
—Como puede usted ver, señor Fusi —dijo entonces, mientras sonreía por primera vez—, sería más del décuplo de todo el tiempo de su vida original. Y eso ahorrando sólo dos horas diarias. Piense si no merece la pena esa oferta.
—¡Y tanto! —dijo el señor Fusi agotado—. Sin duda que sí. Soy un infeliz por no haber empezado a ahorrar hace tiempo. Ahora me doy cuenta, y he de confesar que estoy desesperado.
—Para eso no hay ningún motivo —dijo el hombre gris con suavidad—. Nunca es demasiado tarde. Si usted quiere, puede empezar hoy mismo. Verá usted que merece la pena.
—¡Y tanto que quiero! —gritó el señor Fusi—¿Qué he de hacer?
—Querido amigo —contestó el agente, alzando las cejas—, usted sabrá cómo se ahorra tiempo. Se trata, simplemente, de trabajar más de prisa, y dejar de lado todo lo inútil. En lugar de media hora, dedique un cuarto de hora a cada cliente. Evite las charlas innecesarias. La hora que pasa con su madre la reduce a media. Lo mejor sería que la dejara en un buen asilo, pero barato, donde cuidaran de ella, y con eso ya habrá ahorrado una hora. Quítese de encima el periquito. No visite a la señorita Daria más que una vez cada quince días, si es que no puede dejarlo del todo. Deje el cuarto de hora diario de reflexión, no pierda su tiempo precioso en cantar, leer, o con sus supuestos amigos. Por lo demás, le recomiendo que cuelgue en su barbería un buen reloj, muy exacto, para poder controlar mejor el trabajo de su aprendiz.
—Está bien —dijo el señor Fusi—, puedo hacer todo eso. Pero, ¿qué haré con el tiempo que me sobre? ¿Tengo que depositarlo? ¿Dónde? ¿O tengo que guardarlo? ¿Cómo funciona todo eso?
—No se preocupe —dijo el hombre gris, mientras sonreía por segunda vez—. De eso nos ocupamos nosotros. Puede usted estar seguro de que no se perderá nada del tiempo que usted ahorre. Ya se dará cuenta de que no le sobra nada.
—Está bien —respondió el señor Fusi, anonadado—, me fío de ustedes.
—Hágalo tranquilo, querido amigo —dijo el agente, mientras se levantaba—. Puedo, pues, darle la bienvenida a la gran comunidad de los ahorradores de tiempo. Ahora también usted, señor Fusi, es un hombre realmente moderno y progresista. ¡Le felicito!
Con estas palabras tomó el sombrero y la cartera.
—¡Un momento, por favor! —le llamó el señor Fusi—. ¿No tenemos que firmar algún contrato? ¿No me da algún papel?
El agente n.° XYQ/384/b se volvió, en la puerta, y miró al señor Fusi con cierta desgana.
— ¿Para qué? —preguntó—. El ahorro de tiempo no se puede comparar con ningún otro tipo de ahorro. Es una cuestión de confianza absoluta por ambas partes. A nosotros nos basta su asentimiento. Es irrevocable. Nosotros nos ocupamos de sus ahorros. Cuánto va a ahorrar usted, es cosa suya. No le obligamos a nada. Usted lo pase bien, señor Fusi.
Con estas palabras, el agente se montó en su elegante coche y salió disparado.
El señor Fusi le siguió con la mirada y se frotó la frente. Poco a poco volvía a entrar en calor, pero se sentía enfermo. El humo azul del pequeño cigarro del agente siguió flotando durante mucho tiempo por la barbería, sin querer disolverse.
Sólo cuando el humo hubo desaparecido, comenzó a sentirse mejor el señor Fusi. Pero del mismo modo que desaparecía el humo, palidecían también las cifras del espejo. Y cuando se borraron del todo, se borró también de la memoria del señor Fusi el recuerdo de su visitante gris: el recuerdo del visitante, no el de la decisión. Esta la consideró ahora como propia. El propósito de ahorrar tiempo para poder empezar otra clase de vida en algún momento del futuro, se había clavado en su alma como un anzuelo.
Y entonces llegó el primer cliente del día. El señor Fusi le atendió refunfuñando, dejó de lado todo lo superfluo, se estuvo callado, y, efectivamente, en lugar de en media hora acabó en veinte minutos.
Lo mismo hizo desde entonces con todos los clientes. Su trabajo, hecho de esta manera, no le gustaba nada, pero eso ya no importaba. Además del aprendiz, contrató dos oficiales y vigilaba que no perdieran ni un solo segundo. Cada movimiento se realizaba según un plan de tiempos exactamente calculado. En la barbería del señor Fusi colgaba ahora un cartel que decía:
El tiempo ahorrado vale el doble.
Escribió una cartita breve, objetiva, a la señorita Daria, en la que decía que por falta de tiempo no podría ir a verla. Vendió su periquito a una pajarería. Envió a su madre a un asilo bueno, pero barato, adonde la iba a ver una vez al mes. También en todo lo demás siguió los consejos del hombre gris, pues los tomaba por decisiones propias.
Cada vez se volvía más nervioso e intranquilo, porque ocurría una cosa curiosa: de todo el tiempo que ahorraba, no le quedaba nunca nada. Desaparecía de modo misterioso y ya no estaba. Al principio de modo apenas sensible, pero después más y más, se iban acortando sus días. Antes de que se diera cuenta, ya había pasado una semana, un mes, un año y otro.
Como ya no se acordaba de la visita del hombre gris, debería de haberse preguntado en serio a dónde iba a parar su tiempo. Pero esa pregunta nunca se la hacía, al igual que todos los demás ahorradores de tiempo. Había caído sobre él una especie de obsesión ciega. Y si alguna vez se daba cuenta de que sus días se volvían más y más cortos, ahorraba con mayor obsesión.
Al igual que al señor Fusi, le ocurría a mucha gente de la gran ciudad. Y cada día eran más los que se dedicaban a lo que ellos llamaban «ahorrar tiempo». Y cuantos más eran, más los imitaban, e incluso aquellos que en realidad no querían hacerlo no tenían más remedio que seguir el juego.
Diariamente se explicaban por radio, televisión y en los periódicos las ventajas de nuevos inventos que ahorraban tiempo, que, un día, regalarían a los hombres la libertad para la vida «de verdad». En las paredes se pegaban carteles en los que se veían todas las imágenes posibles de la felicidad. Debajo ponía, en letras luminosas:
Los ahorradores de tiempo viven mejor
Los ahorradores de tiempo son dueños del futuro
Cambia tu vida: ahorra tiempo
Pero la realidad era muy otra. Es cierto que los ahorradores de tiempo iban mejor vestidos que los que vivían cerca del viejo anfiteatro. Ganaban más dinero y podían gastar más. Pero tenían caras desagradables, cansadas o amargadas y ojos antipáticos. Ellos, claro está, desconocían la frase: ¡Ve con Momo! No tenían a nadie que pudiera escucharles y les ayudara a volverse listos, amistosos o contentos. Pero incluso si hubieran tenido a alguien así es más que dudoso que jamás hubieran ido a verle, a menos que se hubiera podido resolver la cuestión en cinco minutos. Si no, lo habrían considerado tiempo perdido. Según decían, tenían que aprovechar incluso los ratos libres, con lo que tenían que conseguir como fuera y a toda prisa diversión y relajación.
Así que ya no podían celebrar fiestas de verdad, ni alegres ni serias. El soñar se consideraba, entre ellas, casi un crimen. Pero lo que más les costaba soportar era el silencio. Porque en el silencio les sobrevenía el miedo, porque intuían lo que en realidad estaba ocurriendo con su vida. Por eso hacían ruido siempre que los amenazaba el silencio. Pero está claro que no se trataba de un ruido divertido, como el que reina allí donde juegan los niños, sino de uno airado y pesimista, que de día en día había más ruidosa la ciudad.
El que a uno le gustara su trabajo y lo hiciera con amor no importaba; al contrario, eso sólo entretenía. Lo único importante era que hiciera el máximo trabajo en el mínimo de tiempo.
En todos los lugares de trabajo de las grandes fábricas y oficinas colgaban carteles que decían:
El tiempo es precioso —no lo pierdas
El tiempo es oro —ahórralo
Había carteles parecidos en los escritorios de los jefes, sobre los sillones de los directores, en las salas de consulta de los médicos, en las tiendas, restaurantes y almacenes e incluso en las escuelas y parvularios. No se libraba nadie.
Al final, incluso la propia ciudad había cambiado más y más su aspecto. Los viejos barrios se derribaban y se construían casas nuevas en las que se dejaba de lado todo lo que parecía superfluo. Se evitaba el esfuerzo de construir las casas en función de la gente que tenía que vivir en ellas, porque entonces se tendrían que construir muchas casas diferentes. Resultaba mucho más barato y, sobre todo, ahorraba tiempo, construir las casas todas iguales.
Al norte de la ciudad se extendían ya inmensos barrios nuevos. Se alzaban allí, en filas interminables, las casas de vecindad de muchos pisos, que se parecían entre sí como un huevo a otro. Y como todas las casas eran iguales, también las calles eran iguales. Y estas calles monótonas crecían y crecían y se extendían hasta el horizonte: un desierto de monotonía. Del mismo modo discurría la vida
de los hombres que vivían en ellas: derechas hasta el horizonte. Porque aquí, todo estaba calculado y planificado con exactitud, cada centímetro y cada instante.
Nadie se daba cuenta de que, al ahorrar tiempo, en realidad ahorraba otra cosa. Nadie quería darse cuenta de que su vida se volvía cada vez más pobre, más monótona y más fría.
Los que lo sentían con claridad eran los niños, pues para ellos nadie tenía tiempo.
Pero el tiempo es vida, y la vida reside en el corazón.
Y cuanto más ahorraba de esto la gente, menos tenía. ..."
Momo. Michael Ende, 1973
Etiquetas:
dominacion mundial,
libros,
michael ende,
pensadores,
realidad
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario